Dibujos
Arbós Ballesté, el Crítico de Arte ya fallecido, escribió hace años un gran artículo sobre el dibujo. “Para mí, dice, el dibujo, arte confidencial, intimista, entrañable y autónomo, es tan importante como la pintura…es el medio de expresión más directo, sincero y espontáneo…es un acto de pura creación. Todos los sentimientos, vivencias y culturas caben en el dibujo”. “El dibujo es casi un milagro”. Y, sin embargo, añade, “En España el dibujo no tiene aprecio económico; no lo tuvo nunca”. Tal vez pudiéramos añadir que tampoco tuvo –ni tiene- aprecio artístico a juzgar por lo que de él se escribe cuantitativa y cualitativamente.
Holbein, el viejo amor de Albizu, es un caso peculiar en que conservamos sus dibujos con entidad propia y son fundamentales para comprender su pintura según Wölfflin. No son perfiles que luego se rellenan de color sino un ir a lo esencial, a lo que define el rostro, a lo que le de su personalidad, su espíritu, sin llegar a los detalles mínimos.
Albizu siempre ha sido dibujante y siempre ha hecho dibujos definitivos que no son medio para una realización ulterior. Los ha conservado, los tiene colgados en sus paredes y, lo que es más audaz, los ha presentado en las Exposiciones, con lo que ha demostrado el alto valor que suponen para él. La calidad de los dibujos ha sido aceptada por todos los críticos.
Albizu ha dibujado a personajes, sobre todo de importancia cultural. El retrato de Caro Baroja del 67 nos da un Don Julio en plenitud de vida. No nos cela nada de su rostro y su actitud, determinada por los ojos, nos lo presenta con una ligera ausencia como si su espíritu estuviera más allá del presente, más sumergido en libros o en papeles que en los vaivenes cotidianos.
El retrato de Don Pío tiene un aire de serena decepción, de estar de vuelta de casi todo, que no es amargura y no pierde la perspicacia de su mirada.
El Tellechea del 70 marca una postura hacia adelante, los ojos son inquisitivos, y deja la cabeza sin terminar-terminada como símbolo de un mundo de los hechos históricos a los que tiene que dar luz.
Don Pablo Sorozábal es un rostro cansado, medio ciego, rugoso. El mentón desaparece porque no es un hombre lanzado hacia adelante sino derrotado, aunque ese ojo único que nos mira sigue afirmando la seguridad en sí mismo, sin concesiones.
A Koldo Mitxelena lo dibujó con un rostro estrecho, largo, famélico, enfermizo, con una mirada de lado, de quien ha luchado mucho, ha sufrido mucho… y sigue inquieto.
El retrato de Gabriel Celaya separa deliberadamente el rostro grueso, rubicundo del hombre acostumbrado al buen vivir, al goce de la existencia, con su nariz característica y, tras un vacío audaz, nos deja esa mano gordezuela que sostiene el cálamo capaz de las mayores sutilezas.
El Padre Barandiarán no lo sería sin su boina, su alzacuello de cura y sus gafas. Es un rostro seco de hombre metódico, constante, al que pone unas notas luminosas que muestran su viveza de alma.
A Taberna, el músico, lo reduce a la parte superior de la cara, siempre oscura, tostada de mil soles y paseos playeros y melena blanca con irisaciones rubias que lo delataban desde lejos.
Bordari tiene un rostro cilíndrico, su nariz y sus labios apuntan sencillez y naturalidad. No tiene apenas retratos al carbón de mujeres y sí unos de niñas –no de niños- deliciosos.
Hay uno de niña con una melena en casco que parece un instrumento destinado a destacar unos ojos, juguetones y pícaros, semi sonrientes, como el pliegue de sus labios.
La niña de Navidad 71 emerge con su pañuelo blanco de un fondo oscuro y sus ojos claros iluminan tanto que dejan luminoso el resto del papel. Es una mirada limpia, asombrada , que se abre a la luz. En la niña mayorcita del 72 el cabello juega un papel esencial. Las largas guedejas marcan el rostro., lo alargan, le hacen perder su impersonalidad de niña y unas pequeñas ojeras apuntan la época de las preocupaciones. Los dos retratos del 78 son ya de jóvenes hechas, son rostros ya definidos, con su personalidad y su gesto, con su fuerza y su afirmación.
Albizu no tiene dibujos de paisajes, ni de edificios, ni de objetos.
Reserva esta parcela privilegiada de su arte a las personas. Acepta la idea de Matisse: “Mi dibujo al trazo es la traducción más directa y más pura de mi emoción”.